Hacía tiempo que no paseaba por el campo de noche, y es una experiencia cargada de sensaciones sutiles, y a veces no tan sutiles.
Quedaba una hora para que anocheciera y quise subir al cerro de Torrearboles, el más alto del municipio de Córdoba, pero mientras andaba caí en la cuenta de que las nubes empezaban a envolver la cima, por lo que no podría disfrutar de sus vistas. Me replanteé el paseo y decidí coger el carril que faldea el cerro por la umbría, una zona a la que las nubes no habían bajado, aunque cubrían por completo el cielo de una tarde en la que el monte todavía no se había secado de la lluvia fina que calló la noche anterior.
Para sentir de verdad el campo a mi me gusta sentarme a rezar en él. Un paso previo a sentirse cerca de Dios es contemplar lo que Él ha hecho y disfrutarlo en sus detalles. Me senté en la cara éste del cerro para evitar el monótono sonido de la carretera de Badajoz, en una piedra baja. Al principio no sentí nada. La primera sensación de la que fui plenamente consciente fue la de la humedad que me llegaba a la nariz con el aroma del musgo. Después empecé a percibir claramente el sonido de algún pájaro, entre los que se encontraba una perdiz. El sentido de la vista que es el primero que yo suelo disfrutar, y muchas veces casi el único, me llegó entonces con más intensidad que antes, pudiendo saborear los suaves matices de grises azulados de aquella tarde en la que el sol en ningún momento se había asomado, y que ya estaba dejando de iluminar el cielo, lo que se notaba especialmente si mirabas al suelo en el que casi habían desaparecido los colores.
Preferí levantarme antes de que se fuera la luz por completo, para no pincharme con las jaras en el camino de vuelta hasta el carril, y ya en él se podía caminar cómodamente. Fue cuando me estaba acercando a un pinar muy apretado que cierra el cielo del camino por completo cuando noté una sensación de aprensión que hacía tiempo que no sentía. Estaba el campo en silencio por lo que solo oía mis pasos que por ir despacio tenían un sonido muy tenue. Mientras entraba en el pinar la oscuridad me iba envolviendo por completo y mis pasos sonaban algo más fuertes en mis oídos probablemente por el efecto envolvente de los árboles. Entonces oí algo que no pude identificar en el pecho de enfrente a unos 100 metros, quizás. Me paré en seco y el corazón me empezó a latir más fuerte de forma que lo notaba en mis oidos. Me pareció un sonido plástico o metálico, pero no acertaba a saber lo que podía ser. Pensé en una persona que pudiera venir de frente, pero al pasar unos segundos y seguir sin sentir nada lo descarté. Al poco empecé de nuevo a andar despacio camino abajo y muy atento a nuevos sonidos que pudieran venir de la misma zona.
Suele erizarse el vello del cuerpo y en especial de la nuca, cuando te pegas un susto, aunque sea tonto. Justo encima mía, desde la rama de un pino se levantó una paloma, que a mí me pareció inmensa, y que desde luego no tenía nada que ver con nada santo, más bien al contrario según me pareció a mí en aquel momento, pero que me dió la idea de poner por escrito este breve relato de las sensaciones que nos puede traer el campo al anochecer. Una experiencia mejor que muchas otras más sofisticadas. Una experiencia natural, sutil, e intima, aunque no siempre tan tranquila como sería deseable.